Severino de Llanza ha construido un tiempo propio en el arte. O tal vez su propio ministerio del tiempo. Está dentro y fuera del mundo. Mira hacia sus antepasados y sus técnicas, y a la vez explora el presente y el porvenir. Va a su marcha, como el viento del Moncayo, vive y trabaja en Borja, y se interna por los bosques, por los túneles, por los llanos, a la luz de la naturaleza, y por los laberintos de la mente con la obsesión de las imágenes, con la terquedad del soñador. Le gusta orearse a su antojo y trabaja con el rigor y la paciencia del amanuense, con la pasión del esteta y con el apetito de perfección de los maestros.

Practica todo tipo de disciplinas: el grabado, el dibujo, la pintura y, por supuesto, una técnica tan antigua y depurada como la punta de plata, que ya usaron artistas que tiene en la retina y en el corazón como Leonardo da Vinci, Alberto Durero, Rafael de Urbino y Filippino Lippi, que empleaban esa varilla metálica que exige virtuosismo y precisión, una fantasía íntima de creador en el arte del dibujo, y que responde con sutileza, inalterabilidad, un cierto tono del negro, que parece revelarse a hurtadillas, poco a poco, y quizá ofrezca un aire de intemporalidad también. «Una pintura requiere un poco de misterio, algunas imprecisiones y fantasías», anotó Edgar Degas

Si pensamos en su trayectoria, en esa carrera de fondo que rebasa holgadamente las tres décadas, vemos que Severino de Llanza ha dialogado con numerosos pintores, por ejemplo con Vermeer y ‘La joven de la perla’, ‘Susana y los viejos’ de Tintoretto, y que lleva en la sangre y en la mano la larga sombra del universo medieval y el Renacimiento. Y ya de paso, el eco de los mitos, el lenguaje de los símbolos, y la audacia de quien se atreve, mediante detalles, golpes de humor y de lirismo, a enlazar el ayer con el hoy y con el mañana. Severino mira hacia los clásicos y sus logros, y es un artista contemporáneo que también contempla el futuro e incluso se atreve a incursionar en la ciencia ficción, o a ser puramente metafísico. ¿Cómo entender, si no, esas piezas donde sus criaturas se transforman de súbito en maniquíes, en cuerpos demediados, en esculturas del vacío, de insistente mirada, casi desafiante y un amago de abanico entre las manos?

Una de sus series más conocidas es ‘Robótica’, otra ‘Suite lúdica’, que plantean temas eternos, tratados desde el presente con materiales y ecos y guiños del arte de todos los tiempos. Ilustró las ‘Leyendas’ de Gustavo Adolfo Bécquer, tan cercano a su inspiración. Bécquer, como se sabe, anduvo por tierras moncaínas y allí escribió algunas de sus narraciones y todas las ‘Cartas desde mi celda’, salvo una, y fue como el propio Severino un paseante, un ‘flaneur’, capaz de entablar diálogos con los paisanos en torno a las brujas: la tía Casca, la Galga o aquella Dorotea que deslumbró a todos con su belleza y su perversidad. Paul Gauguin dijo: «La felicidad y el trabajo se levantaron junto con el sol, radiante como ellos». La frase la asume Severino, que es un trabajador incansable. Parsimonioso. De los que parecen no agotarse nunca en el temblor de los detalles, en el río de las sugerencias, en la transferencia de sus emociones y de su sensibilidad.

Siempre, siempre, en el centro de este universo de incitaciones y anhelos, está la mujer. La musa que atraviesa los siglos, la criatura en marcha que habita un espacio propio, la melancolía y la contemplación hecha certeza y materia de los sueños, continente inagotable de melancolía, misterio y deseo. La compañera, la amiga, ese ser de cercanías que asume su dignidad y su rebeldía en cada retrato, en su forma de mirar (¡cuántos enigmas hay en esos ojos claros!, ¡qué promesa de asombro, de silencio y de delirio!), en el modo de lucir un adorno, vestir una prenda o mostrar su cabeza tocada por pañoletas, cofias o alas de ángel.

Las mujeres del pintor también podrían ser ninfas seguras de su desnudo y de su fulgor; exhiben la piel del deseo, se afirman en cualquier circunstancia, ya sea en un cuarto de costura o bordado, en un vergel o en un campo abierto que deja que el espectador se solace en su hermosura y con la caligrafía del horizonte. Severino de Llanza canta la belleza femenina, intenta asaltarla como una fortaleza inexpugnable, como un fortín de felicidad, y a veces, poseído y deslumbrado, parece decir: “Mujer, mujer. Revélame alguna de tus certezas. Díctame al oído el poema de tus sueños. Embriágame de más luz”.

De eso hablan sus cuadros. Estas puntas de plata. Sus cabezas. Del deseo de saber y de sentir, de la furiosa necesidad de amar, tan intempestiva como la necesidad de dibujar y pintar. De la urgencia de sentirse unidad en ella, como soñó el poeta Vicente Aleixandre.



Antón Castro







                                                                                                                                              






                                                  

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SEVERINO DE LLANZA, UNIDAD EN ELLA

3 de julio - 2 de agosto 2019

SEVERINO DE LLANZA


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